jueves, 8 de mayo de 2014

Otra visita al viejito...

Ayer, fui a verlo de nuevo.
La cara del olvido


Me detuve cuando estaba a una cuadra. Estacioné mi bicicleta y me paré a ver que pasaba con él. La lluvia no paraba. Caía sobre mi chamarra de piel y se deslizaba al piso en chorros. Vi a quienes parecían ser enfermeras. Le estaban hablando y moviendo sus cosas, apuntando a ésto y aquello. Pensé lo peor. Pensé que estaba muerto o gravemente herido. De pronto, vi que recogió su escoba y se las enseñó.

Un suspiro de alivio.

Me acerqué y pregunté si todo estaba bien. Me dijeron que sí, que ella venía dos veces por semana para ver cómo estaba Don Abelino (Creo. No alcancé a escuchar bien su nombre). Vi que había un sandwich en un plato blanco. Un solo sandwich.

Ella le decía que se tranquilizara, que no hablara mal de Dios ni de la iglesia. Él seguía. Sus ojos se llenaban de rabia hacia el Dios que lo había abandonado, según él. ¿Cómo puede haber un Dios grande y todopoderoso si el mundo estaba como estaba?

La enfermera volteó hacia mí y me dijo que le habían quemado sus cosas. Que furia me dio al escuchar éso. ¿Quién le haría éso a un viejito indefenso?

Él continuaba con su queja. Dijo que quería ir a su casa --es decir, a la casa de Dios-- y quemársela para ver que tan poderoso era. Ella le decía que le estaba ayudando a través de ella, de toda la gente que le llevaba cosas y lo cuidaban. Le preguntó que si quería que lo llevaran al asilo. Él dijo que no.

Después de un rato, se fueron las enfermeras. Me quedé con él un rato. No estaba frío, a lo mejor porque estoy impuesto al clima de Wisconsin, pero sé que a un Mexicano de edad avanzada, podría ser un fresco insoportable. Me preguntó si yo creía en Dios. Siguió su diatriba en contra del Dios que lo había abandonado.

¿Quiere un cafecito? ¿Algo caliente?

Al principio, no quería que le comprara un café. No quería que gastara mi dinero. Le tuve que mentir. Le mentí varias veces porque no quería que le comprara algo. Le dije que me hacían un descuento o que me lo regalaban. Decía que no, que no quería que gastara  mi dinero. Por fin, aceptó.

Mientras esperaba que me hicieran el café, me preocupé. ¿Y sí padece de alguna condición médica? ¿Si le hace daño el cafe? Decidí llevárselo. Si lleva tanto tiempo viviendo en la mugre y sufriendo como sufre, no creo que un café le haga daño. Es más, casi todos los viejitos mexicanos toman café.

Lo aceptó



Cuando se lo dí, me dijo "Tómatelo tú." Le mentí de nuevo, que ya había tomado mucho, que me hacía daño tomar café en exceso. Le quitó la tapa para buscar un vaso. Quería compartir conmigo.


Noble y dispuesto a compartir
De pronto, llegó un muchacho empujando una carreta de nieves. La dejó y se acercó con una bolsa de panes. Sentado al lado de él en el sillón asqueroso que es a la vez su recámara y sala de estar, los tres compartimos panesillos en la lluvia. El viejo me seguía rogando que compartiera el café con él. Vi que lo hacía por agradecimiento, no por desprecio.

Al no aceptar el café, me quiso dar dinero. Un anciano pobre y sin hogar me intentó dar dinero a mí. Le dije que no podía aceptarlo. Aun después de que fui a la tienda y le compre un recipiente y comida para su cachorrito y gel desinfectante para las manos, me seguía ofreciendo veinte pesos. "Para un refresco para ti," me decía. ¿Qué se puede decir de lo que siente uno cuando pasa ésto?
Sus centavitos

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