jueves, 8 de mayo de 2014

Sobre un sillón...

Otra visita al viejito. Otra tristeza. Me quede pensando en su ropa después de la visita de ayer. Lleva dos chamarras puestas, una sobre la otra. Ninguna tiene un cierre que funcione. Sus pantalones exudaban un lodo negro y maloliente al mojarse, como ocurrió ayer con la tormenta. La imagen no se me iba de la mente. ¿Cómo se vive así?

Decidí llevarle unos pantalones de cintura elástica que nunca uso. El yoga se hace mejor en calzones. También vi unos zapatos que no uso. Los puse en la bolsa junto con un par de calcetines gruesos. Me monté en la bici y me fui con Don A. para llevárselos.

Estaba solo cuando llegué. Su cachorro dormía a un lado del sillón. Ya no estaba ni la bolsa de comida que ayer estaba llena ni el platito de acero que le había comprado. Cuando le pregunté, no me pudo decir que le había pasado. De ahí, me empezó a contar sobre todos los tipos que había ido a robarle sus cosas durante su estancia en ese rincón. Creo que padece de problemas de la memoria porque no se acordaba del plato ni de la comida ni lo qué les había pasado.

Hoy, no pude quedarme mucho tiempo. Le di los la bolsa de cosas y al abrirla, sacó los zapatos y se puso uno. El otro zapato lo puso a detrás de él, debajo del plástico que cubre parcialmente el sillón. Vi sus uñas largas, gruesas, y amarillentas.

La gente que pasa por ahí le da la vuelta o se cruza la calle. Prefieren irse por la avenida que pasar junto a su tenderete mugroso. Lo ven con miedo. Lo ven con asco. Lo ven con odio. A veces, lo ven con lastima. A veces, se detienen y le dan algo. Hoy, un hombre con una carreta (no el de ayer) le dio dos plátanos.

Antes de irme, me contó de la sobrina con quien había pasado un tiempo. Ellos comían gloriosamente y a él le daban muy poca comida. Decidió irse porque sentía que era una molestia para ellos. Me contó que era chofer de camión y trailer pero que ya no le querían dar trabajo. Seguido, repetía la historia del hombre con machete que quería matarlo hasta que se lo llevó la policía.

Otra visita al viejito...

Ayer, fui a verlo de nuevo.
La cara del olvido


Me detuve cuando estaba a una cuadra. Estacioné mi bicicleta y me paré a ver que pasaba con él. La lluvia no paraba. Caía sobre mi chamarra de piel y se deslizaba al piso en chorros. Vi a quienes parecían ser enfermeras. Le estaban hablando y moviendo sus cosas, apuntando a ésto y aquello. Pensé lo peor. Pensé que estaba muerto o gravemente herido. De pronto, vi que recogió su escoba y se las enseñó.

Un suspiro de alivio.

Me acerqué y pregunté si todo estaba bien. Me dijeron que sí, que ella venía dos veces por semana para ver cómo estaba Don Abelino (Creo. No alcancé a escuchar bien su nombre). Vi que había un sandwich en un plato blanco. Un solo sandwich.

Ella le decía que se tranquilizara, que no hablara mal de Dios ni de la iglesia. Él seguía. Sus ojos se llenaban de rabia hacia el Dios que lo había abandonado, según él. ¿Cómo puede haber un Dios grande y todopoderoso si el mundo estaba como estaba?

La enfermera volteó hacia mí y me dijo que le habían quemado sus cosas. Que furia me dio al escuchar éso. ¿Quién le haría éso a un viejito indefenso?

Él continuaba con su queja. Dijo que quería ir a su casa --es decir, a la casa de Dios-- y quemársela para ver que tan poderoso era. Ella le decía que le estaba ayudando a través de ella, de toda la gente que le llevaba cosas y lo cuidaban. Le preguntó que si quería que lo llevaran al asilo. Él dijo que no.

Después de un rato, se fueron las enfermeras. Me quedé con él un rato. No estaba frío, a lo mejor porque estoy impuesto al clima de Wisconsin, pero sé que a un Mexicano de edad avanzada, podría ser un fresco insoportable. Me preguntó si yo creía en Dios. Siguió su diatriba en contra del Dios que lo había abandonado.

¿Quiere un cafecito? ¿Algo caliente?

Al principio, no quería que le comprara un café. No quería que gastara mi dinero. Le tuve que mentir. Le mentí varias veces porque no quería que le comprara algo. Le dije que me hacían un descuento o que me lo regalaban. Decía que no, que no quería que gastara  mi dinero. Por fin, aceptó.

Mientras esperaba que me hicieran el café, me preocupé. ¿Y sí padece de alguna condición médica? ¿Si le hace daño el cafe? Decidí llevárselo. Si lleva tanto tiempo viviendo en la mugre y sufriendo como sufre, no creo que un café le haga daño. Es más, casi todos los viejitos mexicanos toman café.

Lo aceptó



Cuando se lo dí, me dijo "Tómatelo tú." Le mentí de nuevo, que ya había tomado mucho, que me hacía daño tomar café en exceso. Le quitó la tapa para buscar un vaso. Quería compartir conmigo.


Noble y dispuesto a compartir
De pronto, llegó un muchacho empujando una carreta de nieves. La dejó y se acercó con una bolsa de panes. Sentado al lado de él en el sillón asqueroso que es a la vez su recámara y sala de estar, los tres compartimos panesillos en la lluvia. El viejo me seguía rogando que compartiera el café con él. Vi que lo hacía por agradecimiento, no por desprecio.

Al no aceptar el café, me quiso dar dinero. Un anciano pobre y sin hogar me intentó dar dinero a mí. Le dije que no podía aceptarlo. Aun después de que fui a la tienda y le compre un recipiente y comida para su cachorrito y gel desinfectante para las manos, me seguía ofreciendo veinte pesos. "Para un refresco para ti," me decía. ¿Qué se puede decir de lo que siente uno cuando pasa ésto?
Sus centavitos

domingo, 27 de abril de 2014

Ni sé su nombre...

Desde que llegué a Guadalajara, me percaté de su presencia.

Yo había pasado los últimos veintiséis años de mi vida en Wisconsin, pero mi novia y yo decidimos venirnos a vivir aquí. Después de mucha planificación y ahorrar, por fin llegamos en Diciembre del 2013. Teníamos pensado rentar la casa de mis abuelos para vivir ahí, aunque al principio no funcionó así. Fue necesario hacer varios viajes durante el mes que estuvimos esperando, del departamento de mi mamá a la casa para ver si ya estaba disponible.

En estas caminatas por la avenida, lo vi. Es un hombre muy viejo --¿será la suciedad y la miseria que le aumentan los años?-- que tiene un monte de basura debajo de unos arboles frente a un almacén abandonado. Cobijas, cartones, pedazos de madera, y todo lo que encuentra lo junta debajo de unas lonas amarradas a las ramas. Al pasar uno, lo primero que se nota es el olor. La nariz responde agresivamente al ataque olfatorio de orina y deshechos humanos.

Siempre que lo veo, me provoca una lástima inmunda. No puedo dejar de imaginar su existencia diaria, su angustia sobre su situación. Es un viejito que vive en medio de una pila de basura, rodeado de basura, cagando en hoyos que excava y luego tapa. Al pasar, las moscas que invaden su vivienda se le dejan ir a uno.

¿Y qué hace uno? Le damos unas monedas y seguimos por nuestro camino, a nuestras casas. A nuestra comida. A nuestra seguridad habitacional. No sentimos lo que es pasar el frío en la calle. ¿A dónde se va él? A esa edad, nadie lo va a contratar. Su situación es una de desesperación y carente de esperanza.

El trabajo es un concepto que le es lejano. Según lo que me dijo alguien, su familia lo maltrataba por su edad y prefirió irse a vivir donde sea. 

Cada que pasábamos, le daba algo de dinero. Lo saludaba, le decía: "Buenos días." Siempre respondía con una sonrisa el señor de la basura. Siempre lo veía barriendo su pequeño lugar en el mundo.

Hoy, mientras regresaba a casa en mi bicicleta, vi que su espacio estaba vació. En su lugar, vi cenizas y la pared marcada con las cicatrices negras del fuego. Me asuste. Al ver de nuevo, lo vi un poco atrás, antes de donde lo esperaba ver. Estaba sentado sobre un nuevo montón de basura, ésta menor a la anterior.

Me detuve y le ofrecí lo que traía en el bolsillo. Eran sólo como quince pesos. Él me preguntó dónde vivía. Le dije más o menos. Me preguntó si necesitaba algún trabajito. Le dije que ahorita no, pero que yo le diría si algo surgía. El tráfico pasaba estrepitosamente en la calle detrás de mí.

Me dijo en su voz débil que les había dicho a los que recolectan la basura que recogieran el montón quemado de basura que estaba a unos metros de distancia. Ellos le dijerón: "Recógelo tú, pendejo." Lo único que les pidió fue que no le dijeran "pendejo". No me atreví a preguntarle cómo fue que sus pertenencias se quemaron. No quería confirmar mis sospechas de que algún pendejo o algunos pendejos inconscientes se sintieron chidos y decidieron hacer algo por el hedor que emanaba de ahí.

Saqué un billete de cincuenta y se lo ofrecí. Lo rechazó, y me preguntó si lo necesitaba yo. Le dije que no, que yo no lo necesitaba. Lo tomó en sus manos mugrosas. Volteé a ver que mi bicicleta seguía en su lugar, y vi a su perro oliendo mi llanta. Sobre el suelo había carne que seguramente era para alimentar a su cachorro y detrás de él, un plato desechable, tan desechable como él, con unos tacos. De nuevo ofreció hacer algún trabajito en mi casa, cuando sea. Le dije que cuando tenga algo, yo le digo. Pensé que podría ofrecerle venir a barrer frente a mi casa, pero me preocupó la caminata de un kilometro para sus piernas llenas de vejez.

Me despedí. Al alejarme, devolví la vista para verlo una última vez. Seguía sentado sobre su montón de basura, rompiendo bolsas de plástico, quién sabe para qué.

Pienso en él mucho. Pienso que morirá pronto. Será un cadáver que yace sobre basura. Será un difunto olvidado en una ciudad tan viva y alegre y cálida. Me imagino el momento en el que su vida evacue su cuerpo. Cuando permanezca ahí por días, a lo mejor, sin que lo encuentren. ¿Y su vida? ¿Sus sueños? ¿Sus amores y su historia? ¿Qué de la persona, el ser humano que es él? Pienso mucho en su muerte.